Catherine MAIA, Carlos GONZÁLEZ
El apoyo que la Organización de Naciones Unidas (ONU) viene dando al Acuerdo de Paz desde su celebración en septiembre de 2016 entre el Gobierno colombiano y las extintas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (Farc-EP), en aras de finalizar el conflicto armado interno que, desde 1960, ha dejado un registro de más de 9 millones de víctimas – que entre otras vienen acreditándose poco a poco al interior de los 11 macro casos que actualmente cursan al interior de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) – ha sido reafirmado a través de una declaración a la prensa del 18 de enero de 2024 del Presidente del Consejo de Seguridad correspondiente al mes de enero. La reiteración del pleno y unánime respaldo al proceso de paz en Colombia por parte de los Estados miembros del Consejo de Seguridad subraya la importancia estratégica que la comunidad internacional atribuye a la consolidación de la paz en el país y, más ampliamente, en la región.
Han pasado algo más de siete años desde que se logró arribar a este Acuerdo y, en términos generales, el balance se avizora prometedor en cuanto a la efectividad del mismo respecto de los pilares sobres los cuales se fundamentó y los objetivos que se expusieron sobre la mesa de discusión para ser aprobados finalmente en la costa atlántica colombiana donde, entre otros, se relievan la reforma rural integral, la participación política de los excombatientes y el fin definitivo del conflicto, es decir, la dejación de armas, el fin de las hostilidades y de todo tipo de acciones ofensivas entre la fuerza pública y las Farc que además afectaban a la población civil.
Para lograr los cambios que se habían planteado en las negociaciones era necesario, indudablemente, concesiones de parte y parte que, de alguna forma, reforzaron el escepticismo que desde el primer día se gestó al interior de quienes por su parte nunca estuvieron conformes con este Acuerdo y que, a la postre, votarían “no” en el plebiscito de octubre de 2016 que, de manera somera, demandó de los colombianos su apoyo democrático para la construcción de una paz estable y duradera. Esta respuesta negativa fuera la más votada para sorpresa de aquellos que, por el contrario, votarían “sí”, muy a pesar de tratarse de quienes en realidad serían las víctimas que de manera directa vivían y sufrían las nefastas consecuencias del conflicto y que, de cierta forma, verían cierta impunidad de sus victimarios, pero con la esperanza de esclarecer los hechos que, día a día, les impedía conocer la verdad que anhelaban.
Empero, esto no impidió su implementación al ser una decisión que, como lo explicó la Corte Constitucional en una sentencia de 18 de julio de 2016 (C-379/16), contaría con efectos políticos y vincularía únicamente al presidente quien, finalmente, optó por renegociar aspectos sobre los cuales la oposición había discrepado y así poder presentar al Congreso, dos meses después del primero Acuerdo, un nuevo Acuerdo renegociado que sería entonces aprobado, dándole tránsito y efecto jurídico al texto de 310 páginas, fruto de algo más de 4 años de concepción y negociación en suelo cubano y noruego.
En ese orden, implementar un Acuerdo de tal magnitud requería un compromiso de tanto quienes lo firmaron como de los demás sectores nacionales de un país que, azotado por la violencia durante más de 50 años, hoy ve más probable una solución real en lo concerniente a la reforma rural integral como uno de los puntos más importantes del Acuerdo por ser esencial para atacar los problemas estructurales del corazón del conflicto y que, a pesar de los intentos de un gobierno por desmaterializarla entre los años 2018 a 2022, viene avanzando con resultados que demuestran celeridad y compromiso.
Esta reforma rural integral no busca lo que mediáticamente tildan de “expropiación”. Por el contrario, prevé la compra de tierras fértiles que puedan posteriormente ser tituladas a aquellos que la trabajan para volverla más productiva y eso es, precisamente, lo que hoy el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas celebra y exhorta a mantener, haciendo hincapié en que dicha distribución sea ecuánime entre comunidades campesinas y grupos étnicos.
Aunado a lo anterior, la implementación de un sistema nacional de reforma agrario se avizora indispensable. Para ello resulta imperativo la promoción y desarrollo de la naciente jurisdicción agraria, cuyo objetivo principal no es otro que el de garantizar que la reforma rural sea sostenible en el tiempo al permitir un acceso a la justicia como derecho fundamental teniendo en cuenta que, los ahora propietarios de esas tierras tituladas igual podrían verse inmersos en conflictos que surgen entre la propiedad de la tierra y la producción y que deberán entonces ser resueltos en derecho por aquella nueva jurisdicción ahora competente.
Sin embargo, la violencia no es del todo ajena a la realidad colombiana actual. Los asesinatos de líderes sociales y firmantes del Acuerdo, si bien han disminuido no han cesado completamente. Bajo este panorama, y aprovechando el séptimo aniversario de la firma del Acuerdo, algunos representantes de la sociedad civil expresaron su preocupación frente a la difícil tarea que en Colombia implica ser un líder o lideresa social, frente a lo cual, el mismo Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, a través de su representante en Colombia, Carlos Ruiz Massieu, solicitó redoblar esfuerzos para garantizar la protección de aquellos.
En ese orden de ideas, la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia, a través de su último informe, dio a conocer que durante el último trimestre del año 2023 se registró el asesinato de 11 exmiembros de las Farc y 46 denuncias de homicidios de líderes sociales, lo que si bien demuestra una disminución del 26,7% y 28,8%, respectivamente, frente al trimestre anterior, también deja entrever que aún resulta ambicioso hablar de un cese al fuego bilateral, más aún cuando una reciente facción de las extintas Farc-EP denominada Estado Mayor Central (EMC) y un grupo rebelde de antaño, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), figuran todavía con objetivos ajenos a los del Gobierno colombiano.
No obstante lo anterior, la voluntad de resolver las diferencias entre el Gobierno y estos grupos al margen de la ley, es bien recibida por el Consejo de Seguridad, especialmente lo decidido en el quinto ciclo de diálogos donde se resolviera por parte del ELN dejar el secuestro como práctica de financiación, debiéndose relievar que, el 22 de enero de 2024, se instaló el sexto ciclo de diálogos donde se buscará prorrogar el cese al fuego bilateral.
Así pues, el Acuerdo de Paz nace dentro de un contexto difícil para un país abatido por una violencia desmedida como esa garantía principal de una paz y estabilidad duraderas integrado a un sistema de verdad, justicia, reparación y no repetición que ha contado desde su génesis con el espaldarazo internacional para cumplir un objetivo que, desde 1919, se ha buscado por la comunidad internacional: la paz. Poco a poco, Colombia viene alcanzando este objetivo gracias al compromiso conjunto del Gobierno y demás sectores nacionales con el imprescindible trabajo de la JEP que, recientemente, incluyó dentro de sus macro casos aquel que investigaría la violencia basada en el género perpetrada por las Farc y la fuerza pública, que se acompasa con la necesidad de la perspectiva de género en los Acuerdos de Paz dado el nivel de violencia de género en el país que fuera manifestada en la Declaración de compromisos compartidos sobre las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas.
En este contexto, el respaldo unánime del Consejo de Seguridad representa un firme compromiso con la consolidación de la paz y la construcción de un futuro estable y próspero para el pueblo colombiano.